Cerró los ojos. Le encantaba el silbido incitante
del viento, sus suaves y lentas caricias que casi la empujaban hacia el vacío.
Obedeciendo el silencioso susurro homicida llegado de ninguna parte, avanzó
unos centímetros más hasta situarse en el alféizar de la ventana, con uno los
pies aún dentro de su habitación y el otro pugnando por reunirse con los halos
luminosos de las luciérnagas artificiales que se confundían en el tráfico siete
pisos más abajo. Con una destreza paupérrima logró que su pie derecho
abandonase su habitación para reunirse con su eterno compañero, para perderse
en la inmensidad de la noche. Por suerte la chica se había sujetado al marco de
la ventana durante el proceso, así que no cayó hacia abajo antes de tiempo.
Por primera vez, dudó. Buscó alguna alternativa,
pero había meditado aquello demasiado tiempo como para seguir posponiéndolo.
Aborrecía su vida. No deseaba torturarse más recordando las razones de aquella
evidencia porque ya no le importaban. Ni siquiera la posible reacción de sus
seres queridos al ver su esquela mortuoria en el periódico tenía relevancia
ahora. Sólo estaban la noche y ella. Y para infundirse valor, decidió contar
hasta tres.
Uno.
El suelo parecía estar más lejos que nunca. Muchos
pensaban que el suicidio era un acto cobarde, pero implicaba poseer un valor
inquebrantable.
Dos.
Dedicó un último pensamiento a su familia y a sus pocos
amigos.
Tres.
Percibió cómo la noche la engullía, y antes de
morir, sintió que volvía a nacer.