miércoles, 28 de diciembre de 2016

RC

Hay pocas cosas que molesten tanto como sentirme ingenuo o estúpido. Supongo que tengo demasiado orgullo.
Lo peor es que irremediablemente lo soy. Soy ingenuo en ciertas áreas de la vida en las que aún no tengo mucha experiencia. Me dejo llevar por los momentos, animado por la ilusión y la novedad, pensando que mi cabeza sabe perfectamente lo que está haciendo.
Luego hay momentos de cristales rotos.
Ahí tu ingenuidad se hace evidente y te das cuenta de que estás más solo de lo que pensabas. No hay nadie en tu estación. Quizá te has pasado.
Una alarma en tu cabeza te obliga a reflexionar sobre tu forma de querer o de pensar. Tu parte novata e ilusionada, tu parte feliz, adora dejarse llevar y desconectar del estilo de vida monótono de una oposición. Ahí tu parte racional y precavida avisa: frena. No quieres frenar; sabes que eso significa no entregarte como te gustaría. Pero tu parte racional tiene razón y no le importa que te moleste oírlo: frena. Prepárate para lo malo. Renuncia a la ingenuidad, tan blanca y apetecible, y no pongas demasiada ilusión en la misma cesta. ¿Qué ocurriría si esa cesta se rompe? No quieres pensarlo, pero tienes que hacerlo. La alarma ha sonado y no puedes ignorar más el desenfreno en tu querer. Deja que tu parte racional te frene de vez en cuando, aunque corrompa el blanco con tonos oscuros. Deja que te haga más precavido, aunque te reste ilusión. Prepárate. Por favor, prepárate.

No hay nadie en tu estación. Quizá te has pasado.

martes, 30 de agosto de 2016

Gil de Biedma

Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.
Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.
                                                     Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.
Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
–invocando un pasado que jamás existió–
para creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse.