viernes, 14 de junio de 2013

Nunca sabes lo que te espera tras una puerta.

- ¿Puedo pasar?
- No - me dijo.
Entré de todas formas. La habitación estaba oscura. Una luz mortecina cuya procedencia me era imposible discernir acariciaba una figura enjuta y temblorosa, acurrucada en el suelo. Estaba claro que no quería que lo viera así, quería estar solo. Aun así, me acerqué.
- Vete - murmuró con un tono amenazante que no se correspondía en absoluto con su imagen.
Me arrodillé a su lado y coloqué una de mis manos en su hombro. Sentí los embistes de su cuerpo fuera de control y traté de inculcarle cierta tranquilidad a través de la palma de mi mano y mi presencia. Esperaba que eso fuera suficiente. Tras el contacto físico, su voz se había pagado por completo y ya no me desafiaba ni me ordenaba que me fuese.
La puerta a mi espalda nos aisló del resto del mundo y parte de la escasa luz que nos bañaba se alejó en silencio en busca de parajes más alegres. Lo sé porque yo también tenía ganas de hacerlo. En lugar de transmitir tranquilidad al bulto que temblaba junto a mí en posición fetal, parecía que él me estaba llenando de inquietudes que no venían conmigo cuando atravesé el marco de la puerta. Quise ser la luz y poder huir. Pero mi mano no se movía de su hombro. Algo la atraía. ¿Era un magnetismo físico o se trataba de un magnetismo generado por razones intangibles? Puede que ninguna de las dos. En cuando posé mi otra mano sobre él, cuyo cuerpo parecía ser presa de los dientes de un frío que yo no alcanzaba a percibir, las razones se volvieron mucho más reales. Materiales. Sombras. Unas sombras tan espesas que dificultaban mi respiración.
- Te dije que te fueras - susurró.
En su voz ya no leía atisbo de amenaza alguno. Tampoco de regocijo. Era como si me hubiera intentado alejar de él por mi bien. Creo que sentía pena por mí. No comprendí por qué hasta que el ovillo que formaba se deshizo con lentitud y mis propios ojos me miraron a través de las sombras.
Eran mis ojos, pero había algo más. Miedo. Terror. Puro pánico. Al igual que el cuerpo que les daba vida, los ojos, brillantes pero a la vez apagados, temblaban. Las sombras que se adentraban en mis pulmones cada vez que tomaba aire los hacían titilar. Pero, después de todo, seguían siendo mis ojos. Seguidos de éstos, reconocí también mis brazos y poco a poco mi cuerpo entero. No podía ver nada - o eso recuerdo -, pero aun así, de alguna manera intuí que era yo. Era yo con miedo.
Tosí. Aquellas sombras me estaban ahogando y mi cuerpo comenzaba a ser víctima de los terribles temblores que asolaban a mi otro yo. ¿Cómo podía soportarlo? Una sonrisa deshizo las sombras y llegó hasta mí. La presentí con claridad.
- Te acostumbrarás - murmuró con un familiar tono triste -. Dale tiempo.
Y sin apenas darme cuenta, nos fuimos acercando más y más. Vi de cerca su mirada de pánico clavada en mí. De tristeza. De disculpa.  Antes de sentir las sombras mordiendo mi cuerpo y antes de encogerme instintivamente sobre mí mismo al tiempo que respiraba despacio, con esfuerzo. Antes de que las sombras se tornaran totalmente tangibles. Antes de que el miedo conquistase al fin mi cuerpo y se adueñase de mis pensamientos, que volaban y se mezclaban con la oscuridad.
Antes de que él se convirtiera en mí y yo en él.